Uno, que solamente ha conocido guerras en el cine o en la televisión, procura no pensar demasiado en ellas y hasta es capaz de apreciar una cierta estética en las deflagraciones iluminadas de un misil lanzado quién sabe desde dónde. Guerras ajenas que llegan a inspirar cierta misericordia pero que, en el fondo, somos capaces de olvidarlas en un tardeo. Sabemos que, allá donde revientan, hay semejantes que sufren, que pierden sus bienes y a sus seres queridos. En los últimos tiempos, como para llegar a alarmarnos, hemos podido verla, a la guerra, más de cerca, a pocas horas de avión. Hemos podido ver cómo un misil revienta un edificio con gente dentro, cómo lo que ayer era vida queda reducido a escombro y muerte. Pero no nos toca.

Hemos conocido durante toda nuestra vida eso que dio en llamarse “guerra fría”, que no era otra cosa que disuadir al enemigo a base de armarse hasta los dientes, ¡si vis pacem, para bellum”, dejando ver que cada bando estaba en posesión de las armas suficientes como para arrasarse mutuamente. Reconozco, además, que ha sido una estrategia válida porque las hasta ahora dos potencias máximas se han limitado a acojonarse mutuamente pero sin llegar a mayores. Porque, y esto hay que dejarlo bien claro, el potencial bélico de ambos bandos podía devastar nuestro primer mundo. Por supuesto, creo que en ningún momento han parado guerras menores, asoladoras, que han mantenido la dosis de destrucción y muerte acotada en espacio y tiempo y que, sobre todo, ha contribuido a multiplicar los beneficios de la industria bélica.

Veníamos, sin embargo, esquivando ese mítico apocalipsis evocadoramente denominado Guerra Mundial, aunque nuevas potencias hayan entrado a escena y nuevos –terroríficos, sofisticados– armamentos hayan sido guardados en reserva como advertencia urbi et orbe. Cierto que durante décadas se ha venido advirtiendo que mucho cuidado, que cualquier error, cualquier provocación, cualquier alianza indeseada, cualquier pifia diplomática, podía inducir a apretar el mítico botón rojo, esa puerta abierta a la destrucción total.

Nos habíamos acostumbrado a lo de que viene el lobo casi a sabiendas de que lobo no iba a venir, que los dueños del botón rojo amagaban sin dar. Y mira que hemos visto desfilar mediocres, soberbios, provocadores, con acceso al maldito botón, pero hasta ahora han ido dejándose ganar por la sensatez y la discreción. Pero ha llegado este garrulo matasiete convencido de que debe ser el amo del mundo y, ¡horror!, ha pronunciado lo impronunciable: La Tercera Guerra Mundial. Cierto que lo ha hecho para humillar al presidente de Ucrania, pero no puedo evitar un escalofrío cuando un personaje como Donald Trump advierte públicamente, con su chulería y su prepotencia, que si no se acepta su trágala no le cuesta nada apretar el botón.

La verdad es que un desequilibrado con tanto poder, si alude congestionado y chulesco a la Tercera Guerra Mundial, como él y su equipo tienen poder para ello, aquí nos deja la pesadilla de que es posible, realmente posible, que nosotros y nuestra familia lleguemos a padecer la destrucción del mundo que hemos conocido, que nuestras ciudades y pueblos sean devastados y nuestra civilización llegue a estudiarse como cosa del pasado. Trump está cambiando el orden mundial, dicen, y seguro que no va a ser para bien.