Un lema así es tan resultón como imbatible. Porque dada la negrura existencial colmatada de individualismo y encabronamiento de la vida política, presumir de convivencia, promoverla y celebrarla, es para quitarse la boina. Así que nada que objetar al intento de ponerla en valor como estrategia relacional. Pero no es verdad que la historia de Pamplona, a lo largo de 2100 años, que es lo que se celebra, haya sido un ejemplo de convivencia, una constante relacional entre sensibilidades y credos. Porque la historia de esta ciudad está saturada de conflictos entre vecinos, residentes o transeúntes, gentes de aquí y allá, allegados y expulsados, afines o disidentes, agraviados o perpetradores. Vayan al Archivo General de Navarra y encontrarán 350.000 procesos judiciales que dan fe de ello. Desde la conflictividad social de los últimos siglos del medievo, pasando por invasión castellana que acabó con la independencia de Navarra, la expulsión de los judíos navarros, la persecución de las mujeres a lo largo de los siglos inquisitoriales, las guerras civiles entre agramonteses y beaumonteses, la pérdida de los Fueros, las guerras carlistas que provocaron la escisión de la población navarra, o la guerra del 36 que abrió el gran socavón donde se enterró toda forma de convivencia.
En todo ello participaron gentes de diversos credos, sensibilidades y procedencias que entraron en conflicto por el poder, la lengua, la tierra, las fronteras, la riqueza, las ideas, el honor, la bandera o la religión impuesta o asumida. Hasta ayer mismo. Y así seguimos.
Promover la convivencia es garantizar la salud de la vida pública. Cierto, pero la historia no nos ha hecho avanzar gracias a la convivencia, sino gracias a la gestión y superación de los conflictos. Los conflictos, tan evitados y denostados hoy, son necesarios porque posibilitan las transformaciones que dinamizan las sociedades. Y si ya sumas mejor convivencia, bingo.