Cuando el 14 de abril pilla en lunes, aunque algunas veces me resisto, aprovecho para hacerme una columna republicana. No puedo decir que mi familia viniera de tradición republicana, pero de alguna manera el día de la República llegaba sin mencionarse en alto, sin que se notara demasiado que algunas cosas aparecían algo más tricolores que la bandera con la gallina esa que estaba por todos los lados, hasta en el cierre de emisión de la televisión. Era un día de mirada un poco al lado, de deseo no declarado, de memoria cuando nadie hablaba de memoria. Me sentí siempre republicano, aunque hasta mucho más tarde tampoco se pudo ser nada y menos expresarlo. Quizá salir a hostias a la menor movilización de turno.

Pero no quería ponerme nostálgico, más allá de reconocer a la gente mayor que con orgullo sacan las banderas republicanas y se pasean pidiendo de una vez la tercera república un año más, una manifesteación más, una reivindicación más. Resulta curioso que en algo tan material, tan igualitario y tan seglar como ser republicano no podamos dejar de constatar que hay un cierto espíritu, más allá de un sentir o un deseo o una reivindicación. Un espíritu republicano, algo que, siempre lo percibí así, te hace un poco mejor persona. Quizá porque lo asocio a la cosa francesa, donde ese espíritu o ideal republicano venía de serie, no como en este país donde los valores o los ideales eran dogma nacionalcatólico y poco más. En un mundo como ahora, donde el ultranacionalismo de derechas económicas pone en jaque una globalización que nunca buscó libertad, igualdad o fraternidad salvo para los dueños de los mercados, ese espíritu republicano es más necesario que nunca: saber dónde está nuestra patria, nuestra bandera, nuestra solidaridad, nuestra lucha. Viva la República. La Res Publica.