Mamá cumplió ayer 97 años. Iba a escribir: por primera vez. Y es que lo ha hecho un poco así, como quien desenvuelve un regalo, alegre, optimista. Aunque lleva días preocupada por una salida de agua del balcón que no hay forma de que arreglen bien, a pesar de sus avisos; le fastidia pensar que es porque creen que exagera y no la hacen caso por ser mayor e importar menos. Como cuando en el banco de toda la vida le quitaron lo de hacer la declaración de la renta o comenzaron a obligarla a usar el cajero para actualizar su libreta. Para colmo siempre está casi sin tinta. Cada día se le alzan nuevas barreras y sufre la falta de accesibilidad en una época en que todo podría ser más sencillo. Algo que es también una cuestión de derechos humanos.

Y eso que sigue siendo independiente, organizándose la vida. En sus paseos ya no encuentra apenas gente de su quinta, ya no quedan. Hace dos meses nos dejó mi tía, su hermana, ya lo conté, que además de acompañarla en todo era quien podía leerle las noticias del periódico para comentarlas entre las dos. Pero ayer confesó que es feliz aunque la eche de menos. Tampoco ha dejado de salir al paseo a mediodía siempre que hace bueno, porque el mal tiempo la desanima y entristece un poco, ahora más que antes. De vez en cuando, me cuenta por teléfono en ese resumen diario de noticias y vivencias, se encuentra con alguien y ahí se tiran casi una hora de pie en cualquier sitio de charla. Recuerda casi todo con precisión y se duele de cómo empeoran cosas que deberían mejorar. Y discutimos de política y del mundo que cada vez es más incomprensible (a mí me pasa lo mismo, no es cosa de nuestra edad sino de la del capitalismo, le digo). Ayer celebramos su cumpleaños en familia y hoy seguiremos viviendo con ella cada nuevo día como si fuera por primera vez. Gracias, mamá.