A mi madre el apagón le pilló en la calle. En casa se vale del andador, pero fuera de ella se desplaza en silla de ruedas, ayudada habitualmente por alguno de sus hijos o hijas. Vive en un tercero, de forma que, con el ascensor fuera de combate, la vuelta al hogar después de su paseo del mediodía se convirtió ayer en un pequeño problemón. Después de descartar, tras el correspondiente intento, soluciones más aparatosas, acabó subiendo del bracete de uno de mis hermanos, aunque por su propio pie.
Las crónicas dicen que fue como un Annapurna invernal sin oxígeno, pero acabó haciendo cima. Varias horas después pude comprobar in situ que seguía orgullosa de su hazaña. Antes, el común de la gente dejaba simplemente de salir de casa cuando llegaba a la edad y/o la patología de mi madre. Como en tantas cosas, afortunadamente ya no es así. Al menos en occidente, una tecnología al alcance de la mayoría ha convertido en corrientes situaciones impensables hace no mucho más de medio siglo. También nos ha hecho mucho más frágiles y dependientes. Ayer, durante unas horas, no nos funcionaba nada, absolutamente nada, de todo lo que hemos hecho cotidiano e imprescindible en nuestras vidas. No podíamos subir a nuestras casas, ni cocinar, ni alumbrarnos, ni producir, ni trabajar, ni recibir noticias, ni casi viajar o comunicarnos.
Durante unas horas pudimos ser conscientes de lo fácilmente que se puede ir todo a tomar por el saco. También de la importancia de la resiliencia para poder hacer frente a estas situaciones sin llegar al pánico o al desmayo. Sé de gente que estrenó el kit de supervivencia recomendado por la Von der Leyen. Otros muchos lo habrán adquirido ya para estas horas. A lo mejor era de eso de lo que se trataba. Quizás todo no fue más que un ensayo camuflado, una prueba de estrés, que se dice. Mi madre, al menos, la superó con creces.