Hago constar, ante todo, que escribo estas líneas antes de haber conocido el desenlace del acontecimiento, o sea, que supongo que a estas horas los cardenales ya habrán elegido Papa. Hago constar, también, que tampoco es cosa que me preocupe especialmente aunque me ocupe de él por la bambolla que en esta ocasión ha provocado en los medios el cónclave.
Tengo que reconocer el alarde de estética litúrgica desplegado por el Vaticano, incluso el punto de suspense que ha acompañado a la expectación urbi et orbe por conocer al sucesor de Bergoglio. Maestra la iglesia de Roma en parafernalia, ha sido digno de ver el deambular anticipado de cardenales perseguidos por cámaras y micrófonos deseosos de saber su quiniela pontificia. Majestuoso el desparrame de púrpura en ordenado desfile rumbo a la capilla Sixtina, serios, circunspectos, muy en su papel con las manos juntas como en estática oración y como protagonistas de una decisión sobrenatural. Brillante la entrada de las púrpuras semovientes a la impenetrable sala de las votaciones en un silencio mágico como actores de un evento celestial. Millones de ojos fijos en la chimenea, a la espera del humo negro, del humo blanco, de cualquier humo que cualquier espíritu exaltado creyese haber visto.
Bello, enigmático, esplendoroso el espectáculo, muerto el Papa viva el Papa, entreverado por el debate sobre si el sucesor de Francisco fuera a ser de talante progresista o, por el contrario, se echase el freno a tanto desmadre volviendo al conservadurismo de sus antecesores, especulando con la reivindicación de la necesaria italianidad del electo, o con el detalle pintoresco de un Papa africano o, al menos, asiático. Ellos, los cardenales, luciendo sus púrpuras y disimulando ambiciones, conspiraciones y componendas bajo cuerda. El Espíritu Santo, quizá ni está ni se le espera.
En fin, que a estas alturas ya se habrá despejado la incógnita y sabremos a qué atenernos sobre si el nuevo Papa pertenece al continuismo progresista o al rancio conservadurismo propio del pontificado tradicional. Con todo respeto, uno dejó de creer hace mucho tiempo en cambios radicales en la Iglesia Católica. A lo más, podrá llegar a apreciarse el talante más o menos humano, más o menos de cartón piedra, del denominado Sagrado Pontífice. Por supuesto, uno podrá apreciar por cercano, por sencillo, por sensible, por bien intencionado, a un Papa como el difunto Francisco, incluso podrá defender con pasión su memoria. No sé si el nuevo coincidirá con él en su talante y en su sensibilidad.
Pero, a fin de cuentas, ni del difunto ni de su sucesor se puede esperar el necesario cambio en profundidad de la Iglesia Católica, un cambio que incluya el papel de la mujer en ella, la opción real, contante y sonante por los más desfavorecidos, las expresiones externas de poder y de riqueza y todos esos detalles que viene reivindicándose desde sus propias bases como son la supresión del celibato, el reconocimiento y reparación de los abusos sexuales y toda la renovación que la Iglesia requiere.
Bien venido sea el nuevo Papa y bien venidas sus buenas intenciones. Cambian los papas, mejoran los talantes, se pone fin al evento púrpura, pero lo que no creo que cambie es la inmutable base dogmática de la Santa Iglesia Católica Romana.