Todo el mundo hablaba de Sirât, esa película del director Oliver Laxe que empieza con una fiesta rave sahariana y acaba en lo más parecido a la gran sinfonía oculta del dolor y la desesperación. Juan Zapater empezaba su crítica como si se hubiera fumado a Cioran de una sentada: “Desde que la luz muerde a la pantalla, queda claro que Sirât ha sido forjada con cine de estremecimiento y angustia”.
Si te prometen algo así, o abres la ventana para que entre la oscuridad o te apuntas a Torrente. Elegí la luz de los Golem. A una hora sofocante y en un día que todo parecía transcurrir sin consuelo. Pero fue empezar esa música sin afecto ni paz alguna, brutal de Kangding Ray, y saber que algo hipnótico iba a ocurrir. Y ocurrió.
Un padre y su hijo pequeño buscan a una hija y hermana desaparecida hace cinco meses por las ardientes arenas del desierto marroquí. Este pretexto sirve para narrar el viaje pedregoso de unos personajes sin más rumbo que la inmensidad del desasosiego.
A ritmo de rave emponzoñada, esa excusa se va convirtiendo en un torrente de metáforas que abren las puertas de un universo caníbal. El primer sobresalto tardó en llegar, pero fue tan intenso que sentí que era alcanzado por el disparo perfecto. A partir de ahí Laxe nos lleva por caminos incandescentes donde unos personajes agarrados a un volante como si fuera un salvavidas, tratan de entender la angustia que se avecina. Llega un momento en que no sabes qué hacer, cómo interpretar lo que ves, lo que sientes; esa obsesiva presencia de algo que no sabemos si es el destino o la escabrosa casualidad del mal sobrevenido. Bum, bum, un estallido tras otro. Y al fin un horizonte vacío, una luz cegadora que no alumbra nada, solo desesperación. Como el reflejo inexplicable del presente.
Salí a la calle buscado respiro, consolación. El cielo protector de Paul Bowes que había planeado sobre aquella película arrojaba una plácida luz. Era verano y eso era suficiente.