La política en el Estado está enferma. Sin ambages. Es un escenario impracticable para el debate y la discusión entre diferentes hasta convertirse en un terreno abonado para el desencuentro de serie (por cuestiones fundamentalmente estratégicas y electoralistas y no ideológicas), las descalificaciones de brocha gorda (cuando no son directamente insultos), las mentiras y otras lindezas que devienen en un ambiente irrespirable y tóxico en el que germina la creciente desafección y hartazgo de la ciudadanía hacia los actores que hoy en día ocupan los papeles principales de la escena partidista.
Este diagnóstico presenta síntomas significativos, como la irrupción de otras opciones ajenas a las tradicionales y, por ende, la mutación de las ya existentes para adaptarse a una situación que se ha gestado en los últimos años con la reiteración de prácticas que no casan con la idoneidad, como la urgencia indisimulada del PP (partido mayoritario en el acervo sociológico estatal y en las bancadas de Congreso y Senado) por acceder al poder por lo que este significa y no por la necesidad de promulgar iniciativas y gestionar políticas que tiendan hacia el bien común de la ciudadanía desde sus señas ideológicas. Ese apremio introduce en la ecuación formas de comportamiento que buscan el cuanto peor, mejor, no obviando fórmulas para embarrar el día a día, facilitadas, eso sí, por la personalidad de portavoces exentos de brillantez dialéctica pero cargados de intención destructiva y con instrucciones de saltarse todas las líneas rojas que imperaban en democracia.
También influyen las salpicaduras de la judicialización de comportamientos que ensucian al rival, un PSOE, que no puede ocultar lo sucedido en el caso Koldo, o en los expedientes abiertos al fiscal general del Estado, y a la pareja y al hermano del presidente del Gobierno, todos ellos, a la espera de que la insistencia procesal, también indisimulada, encuentre causa hábil que sustituya a las actuales penas de Telediario. Desde luego, no hay medicina inmediata para poner remedio a este desaguisado político, sobre todo, porque está capitalizado por personas carentes del elemental sentido de Estado y de capacidades para confrontar con la palabra desde posiciones ideológicas, todas ellas, respetables en sí mismas, con el ánimo avanzar en políticas que garanticen y mejoren el bienestar de los ciudadanos. Lamentablemente, la despersonalización y el anonimato que facilitan las redes sociales han tomado el espacio antes ocupado por el legítimo debate de ideas.