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PiratasJavier Bergasa

Cruzo unas calles sin apenas urbanizar ya a las afueras de Pamplona, llenas de matojos y papeles y esos pequeños caminos intuitivos que hacemos la gente entre la tierra y la hierba y veo a lo lejos a una pareja que se acerca, ajenos a todo y a todos, caminando tranquilos y hablando, la mano del más mayor encima del hombro del más joven y la sonrisa en la boca de éste, una boca abierta con los dientes algo salidos y un par de ojos bien atentos de quien escucha con interés.

Después de unos días de mucho calor para despedir el verano y de la tormenta sanadora del día anterior, esa tarde entra oficialmente el otoño y ha querido hacerlo con nubes, frío y viento, que es como se hacen en Pamplona las cosas del clima. En un instante, se detienen y veo cómo el mayor, de similar estatura al otro pero que imagino que será su abuelo, coge delicadamente el pantalón de chándal de su nieto y lo sube un poco hacia arriba, al tiempo que le introduce con cuidado la camiseta por debajo para que el frío no se le cuele por el cuerpo. La operación dura apenas 10 o 12 segundos, los suficientes para certificar que el chaval, de unos 15 o 16 años, tiene alguna clase de especificidad psíquica y que su abuelo le acaba de decir algo que le ha hecho reír.

Luego, la mano izquierda del encorvado abuelo encima del hombro izquierdo de su nieto, siguen su lento trayecto hacia la parada de villavesa casi en mitad de la nada y pierdo de vista su imagen y la de sus dos chandals, los dos de idéntica marca. Como corresponde a la mayoría de las personas que habitamos el primer mundo, he tenido muchos buenos ratos en este larguísimo verano, pero este minuto de contemplar la imagen de un nieto especial que se sabe protegido, cuidado y guiado por un abuelo tan cariñoso me reconcilia unos minutos con este mundo tan atroz, huraño, ensimismado, lejano e incomprensible. Qué suerte que tienen esos dos piratas.