A la vez que leía la graciosa y atinada carta del compañero periodista Javier Domínguez en la que ponía en solfa la campaña del Ayuntamiento de Pamplona celebrando los 2.100 años de Pompaelo con el slogan 2.100 años de convivencia a un establecimiento del Casco Antiguo recién abierto le recibían con huevos imagino que por llevar en su nombre la denominación España. Efectivamente, lo de la convivencia no lo hemos llevado excesivamente bien por aquí, ni por unos ni por otros ni por, en general, la mayoría, con sus lógicas y agradables excepciones. Porque siempre hay, claro, quien rompe un poco moldes y pasa de ser etiquetado y se inmiscuye en todos los grupos, salsea en distintas partes de la ciudad, pisa muchos sitios y es abrazado -y/o criticado- por estos y por aquellos, pero en general aquí eres de este colegio, de este barrio, de esta piscina, de esta peña, de esta sociedad gastronómica si es el caso y poco sabes de los demás.

Eso sin entrar en asuntos ya más políticos, claro, donde las líneas divisorias son aún más claras y enconadas y además suelen ir unidas a muchas cuestiones sociales y geográficas. El que piensa así o asá va por ahí, bebe en esos bares, lleva a sus hijos a estos colegios, no pisa jamás estos barrios o estas calles, detesta tales cuestiones culturales o sociales y no iría ni a heredar con mengano. Y eso ni siquiera se rompe en San Fermín, que suele ser sin más una prolongación del resto del año, salpicada por momentos en los que se saltan fronteras físicas pero ni mucho menos de otro tipo. ¿2100 años de convivencia? Bueno, 2100 años de soportarse a duras penas y en muchas épocas cosas peores, porque básicamente esta ciudad es como otras muchas: clasista, ensimismada en sus compartimentos estancos, ajena a sí misma y a las realidades variadas que la conforman y, en general, muy ortodoxa y apolillada. ¿Bonita y cómoda? Un montón, pero de ahí a convivir…