Hay días en los que te levantas con el miedo en el cuerpo. Un portazo, el grito de un crío, el taladro en una obra, el bocinazo de un coche y das un brinco y se te acelera el corazón. Joder qué susto, qué tembleque. Aunque para susto, el definitivo de un bomba cayendo a tu lado y el estallido que alivia de la mala vida, si es que había vida entonces. No se puede vivir con miedo. No se debería. Aunque la sensación que se impone en estos tiempos es mayor y peor: es el horror, el miedo intenso que lleva a la paralización, a la congoja, a la incredulidad, al asco. Estamos horrorizados.
Es un horror la aniquilación de los palestinos, los que intentan blanquear el genocidio, la corrupción abundante en los vericuetos próximos a los gestores públicos, la política macarra del presidente del país más poderoso del mundo; la juventud sin futuro, sin trabajo, sin recursos, sin vivienda; cómo sube y sube la cesta de la compra; la vida fácil de algunos, la caradura, el atrevimiento y la existencia vacía que predican otros; el ridículo equiparado a distinción, la brutalidad como modo de vida; la difusión del desconocimiento sin sonrojo; la política de altos vuelos que no mira de frente a los problemas; la gilipollez como cualidad indisimulada; la violencia de género; el escándalo de los cribados, los desahucios a octogenarios... Y sigue. El catálogo es extenso e intenso.
El otro día, a un chaval en una encuesta a pie de calle para un programa en hora punta de televisión, preguntándole por cómo ve las cosas, el momento –cuestión genérica sí, pero en esto estamos, en detectar el problema, como para buscarle una solución–, su respuesta fue tajante: “A este país le vendría bien una guerra civil para que se arreglara la situación”. Evidentemente, el encuestador se quedó paralizado por la burrada y debió apagar la cámara para pedirle el teléfono a la criatura y contactar con sus padres para hablar del asunto. Mejor con sus educadores. La anécdota no se debe elevar a categoría, aunque algunos de los que aúllan por ahí fuera no se sienten incómodos entre este tipo de proclamas y puestos a cuestionar, se ataca todo sin medida. Qué horror. ¿Pero qué hay en estas cabecitas?