Siempre he sido muy novembrista (me invento el palabro), no solo por haber nacido en este mes lleno de otoño sino porque es uno de los meses en los que quieras o no eres consciente de la belleza de nuestro clima templado. Me está tocando estas semanas explicar a la gente maravillosa de Aulexna, estudiantes mayores con ganas de conocer el mundo actual, esto de la circulación general de la atmósfera, los equilibrios energéticos y cómo vamos descubriendo la importancia de las interacciones o los grandes efectos que tienen nuestras acciones.
Y hacerlo en este mes es más sencillo, porque tenemos todos los ejemplos a la vista. Un día los arces aparecen rojísimos y con la primera ráfaga de viento caen llenando la calle de color. Llueve, que falta hacía, pero al rato escampa y la luz del sol enciende con viveza esas hojas donde la clorofila se ha degradado y se revelan las xantofilas y los betacarotenos. Hace unos noviembres hice una cuenta aproximada de que en una ciudad como Iruña se caen unos diez mil millones de hojas estos días.
Unas 3.000 toneladas de hojas secas que vemos recoger a las cuadrillas encargadas. El frío, aunque cada vez llega más tarde, nos permite descubrir también mañanas de rocío; sentir el golpe del aire al salir a la calle. Y los cafés vuelven a empañar sus escaparates para que desde fuera se vean más deseables aún. Pero noviembre es también el mes donde el clima es protagonista porque una vez más tenemos su cumbre; un COP30 que en Belém do Para, diez años después del acuerdo de París, constatará la incapacidad de los estados y las grandes empresas de responsabilizarse del camino imparable que llevamos hacia la autodestrucción. Más aún con grandes movimientos que torpedean las tibias acciones de responsabilidad ecosocial. Y es que no todo es bonito en noviembre, qué tristeza.