Trincheras incendiarias. Conatos de desacato judicial. Instigadores eufóricos. Lenguajes viperinos. La mentira, reluciente. El Gobierno, trastabillado. La legislatura, desarmada. La crispación, desbocada. El respeto institucional, denigrado. Aún puede ser peor. Cierto. Coinciden demasiados elementos propios y exógenos capaces de agudizar el desgarro. Ahora mismo, pero mucho más por culpa de la polémica y discutida condena al fiscal general del Estado, la realidad político-judicial aboca al fatalismo y la desazón desde una estricta objetividad. Así es imposible continuar con solvencia.
El cuadro de situación abona el derrotismo. La corrupción atufa. Las principales causas judiciales acechan al entorno del presidente Sánchez y su partido. El Gobierno de coalición carece de mayoría parlamentaria. La polarización, que con tanto ahínco se ha procurado desde la izquierda, está causando estragos en la calle, en el periodismo, en la justicia, en el cotidiano día a día. Quizá hasta pudiera provocar un efecto boomerang por su excesiva reiteración.
Sin embargo, las perspectivas de futuro estremecen. La (ultra)derecha suspira por aniquilar sin remisión el sanchismo. Alberga en su encorajinado propósito un desbordante ánimo de revancha. Una conquista del poder basada en el estrépito culpable del rival. Carente, además, del impulso de un ilusionante discurso propositivo ni tampoco de un liderazgo sólido. Solo con imaginarse que el culebrón de Valencia pudiera trasplantarse un día no muy lejano a nivel estatal bastaría para comprender los temores ya extendidos.
Ha venido la inhabilitación a García Ortiz a exteriorizar las peores bilis banderizas y a rociar de gasolina sin resquicios la escandalera pública. Quizá se haya tenido que esperar a la resolución de este caso tan paradigmático para retratar con crudeza esa atmósfera tan pestilente que, desde hace algunos años, no tantos, favorece con profusión un enconamiento tan visceral. Una causa que en su génesis llevaba inoculada la falacia como su razón de ser, pero que ha encontrado la torpeza de todo un fiscal general para concluir en una crisis que solo el tiempo podrá calibrar el alcance real de su magnitud. De momento, debilita peligrosamente tan cualificada institución, alimenta los temores de una progresiva politización de la justicia con la consiguiente erosión de su credibilidad, y fundamenta declaraciones escalofriantes por impropias en un marco de defensa de los poderes del Estado.
Aseverar como hace la presidenta de la Comunidad de Madrid que en el banquillo se ha sentado Pedro Sánchez debería merecer un rechazo desde la ortodoxia democrática y el respeto a la verdad. Que se apropie de un veredicto tan contradictorio la compañera sentimental de un comisionista defraudador a quien le espera el banquillo por sus delitos admitidos merece una repulsa inmediata. Bien es verdad que al proferir semejantes boutades, Ayuso sabe que así enfervoriza a una ingente legión de seguidores. Por eso percute. Jamás asumirá que desde su cargo se ha instigado una acusación desde la falsedad. Debería enfatizarse el rechazo con la misma gravedad que se culpa al fiscal general de su precipitado descuido.
Incierto futuro
Más alejados que nunca desde sus orillas, desoyendo sin inmutarse la reciente apelación de Felipe VI al entendimiento en medio de tan atronadora crispación, PSOE y PP fían su respectiva suerte a un incierto futuro. Los socialistas, porque asisten aterrados al desgaste de tanta tropelía corrupta que avergüenza. Los populares, porque no acaban de ver la luz de las ansiadas elecciones al final de un túnel que se les hace eterno mientras digieren el sapo que ya de manera irremediable les supone Vox.
Sánchez empieza a quedarse sin conejos en la chistera. La bofetada de la condena a su fiscal protegido suena atronadora. Le debilita poderosamente más allá de que exista una cohorte de ponderados juristas que cuestionen el signo del veredicto y en ello busque amparo para minimizar el descosido. Bien sabe el presidente que ha perdido en ese desafío nada soterrado contra jueces de quienes cuestiona su imparcialidad. Bien que ve castigada su soberbia tras haber comprometido demasiadas dosis de credibilidad en la defensa numantina de García Ortiz. Ahora bien, una contrariedad nada comparable con el brote de cólera que le supone haber caído ante Ayuso –su única bestia negra para ninguneo de Feijóo–, en una batalla de honda trascendencia. Solo le sostiene su ambición para una gobernabilidad artificial. La duda es hasta cuándo.