Alrededor de un tercio de los alimentos que produce el planeta se echa a perder, Lutxo. Bastante más de mil millones de toneladas, viejo amigo, le digo el lunes a Lutxo, en el Torino. Y dice: ¿Al día? Y le digo: Al año. Y me pregunta: ¿Quién te lo ha dicho? Y le digo: Ahora ya todo te lo dice la IA, viejo gnomo.

Pregúntale a la IA lo que quieras y te lo dirá en un segundo. Antes costaba mucho llegar a la información. Había que invertir tiempo y esfuerzo. Quienes la poseían la atesoraban: se consideraban una élite. Pero evolucionamos hacia lo sofisticado y hacia lo complejo.

La información, ahora, ya no cuesta. Se ha popularizado. ¿Y qué ocurre cuando algo se populariza? Ocurre que pierde valor. Su importancia se reduce. Si cualquier información está ya al alcance de cualquier zoquete, lo importante ahora será lo que aún permanezca en secreto. Lo valioso, aquello que, a pesar y por el hecho de ser ficticio, te emocione de verdad. O sea, te embauque. Embaucar significa, claro, engañar con seducción. Al seductor, le perdonas que te engatuse porque te encanta. Sabes que te está engañando. Pero le dejas.

En realidad, no me engaña, te dices a ti misma, Lutxo. Yo le dejo que me engañe, te dices. De hecho, le engaño yo, puedes llegar incluso a pensar. De modo que sí, claro, es cierto que estamos en una época en la que el concepto mismo de verdad está en crisis. Pero, ¿es eso terrorífico? No debería serlo. Al contrario. La verdad está en crisis siempre.

Tiene que estarlo. Si no lo estuviera, sería peor. El ser humano aprende a mentir en el primer año de vida. Los más inteligentes, lo hacen antes y mejor. Aprenden a servirse de la mentira sencillamente porque comprueban su utilidad. Y eso es imborrable. La mentira la llevamos en el ADN, Lutxo, le digo. Y me suelta: Esperemos que sea para bien.