El movimiento #MeToo está más vivo que nunca, y yo diría que ha cogido un nuevo impulso. Los casos de acoso sacuden la política, y especialmente al PSOE, lo que ha generado una especie de “Me Too interno” dentro de los partidos, un stop ante tanta arrogancia machista en la política pero también en otras esferas de poder.
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El hecho de que en una comunidad tan pequeña como la nuestra una médica de el paso de denunciar públicamente a través de la cuenta de la periodista Cristina Fallarás a un jefe de servicio del HUN, es decir, a un superior, es de un arrojo impresionante. “Habla de nuestros culos, nos pregunta cómo nos folla nuestro marido, nos pide besos a cambio de las vacaciones...”, relata la facultativa. Denuncias que son lAs que terminan de derribar muros y abrir expedientes. Denuncias que no corresponden a una percepción individual sino colectiva.
El Servicio Navarro de Salud-Osasunbidea ha abierto una comisión de investigación interna. Después de la primera denuncia siempre llegan más. Los casos de acoso se destapan en cadena. Porque lo habitual, en diferentes esferas, es que este tipo de conductas sean conocidas desde arriba pero que toleren si no hay otro tipo de quejas a nivel profesional o de confianza. Lo que ha cambiado es la voz de las mujeres.
Conductas que hace 10–20 años se normalizaban ahora se consideran acoso. Y a su vez generaciones más jóvenes tienen menos tolerancia a jerarquías abusivas. Entre unas y otras, cada edad a su ritmo de maduración, aparece un relato colectivo. Aunque haya pasado mucho tiempo. Como decía una seguidora de Fallarás en Instagram, “grabad, pero grabad todas a la vez”.