El 1 de abril salí de Roncesvalles con la intención de hacer el Camino de Santiago en bicicleta. Ahora que lo acabo de terminar, y que todavía transpiro la humanidad de todas partes del mundo que he tenido la oportunidad de sentir y disfrutar, me he decidido a escribir esta carta para dar cuenta del único episodio donde precisamente la ausencia o carencia de esa humanidad fue absoluta, patente, hiriente y humillante.
Ese primer día, tras 80 kilómetros de pedaladas, llegué a la cima del Perdón sin darme cuenta que había subido por una autovía por la que estaba prohibido circular en bicicleta. Quizá por mi desconocimiento de la zona, porque me metía a la derecha en las rotondas del principio de la recta que sale de Pamplona y sube el puerto y la evité sin darme cuenta, o tal vez simplemente por cansancio, el caso es que no vi la señal de prohibición. Por eso mi sorpresa cuando justo antes del túnel del alto me esperaba una patrulla con tres forales, dos chicos y una chica que me dieron el alto. Uno de ellos me explicó lo ilegal de mi situación diciendo que si hubiera avanzado un poco más y atravesado el túnel, habría llegado a un desvío que me permitía acceder a la antigua carretera, la que debería haber cogido desde un principio. Les dije con toda mi cansada cortesía si era posible ir andando por el arcén empujando la bici y atravesar el túnel, lo que me llevaría dos minutos hasta coger el desvío. Los tres se negaron en rotundo, diciéndome que no podía moverme ni para atrás ni para adelante. La única opción era saltar con la bici (y las pesadas alforjas) la valla de 2 metros que separa la autovía y subir monte a través para, quizá, acceder a una pista que acaso pudiera llevarme a la vieja y legal carretera. Y así fue que tras una jornada agotadora tiré como pude la pesada bici por encima de la valla yendo yo detrás. En ningún momento se dignaron a ayudarme con el peso, ni siquiera amagaron un buen camino, el saludo habitual entre peregrinos. Tan solo se quedaron mirando largo rato desde dentro del coche cómo me alejaba subiendo y jadeando por el monte, desconfiados por si me daba la vuelta cuando se hubiesen ido. Al saltar la valla perdí un pan casero que me habían hecho con mucho cariño para el viaje.
Después de la experiencia del Camino deseo que no se tomen estas palabras como resentimiento. Solo pienso que un poco de empatía sería recomendable en aquéllos cuyo deber se supone es ayudar a los ciudadanos. ¿Tanto hubiese costado cargar la bici en el coche 20 segundos y atravesar el túnel hasta el desvío? ¿Percibir siquiera algo de comprensión?
Soy padre, mis cuatro abuelos eran navarros de Ribera hasta la médula, y me gustaría pensar que si esos tres jóvenes forales tienen hijos y éstos alguna vez se ven en mi situación reciban más humanidad que la que ellos demostraron conmigo.