En 1957 mi familia emigró de Pamplona a Montevideo buscando una vida mejor, como hacen todos los emigrantes, a un país que nos recibió amablemente y con el calificativo de gallegos, aunque al principio (con todo el respeto por los gallegos) nos pareció peyorativo, luego descubrimos que era sinónimo de laboriosidad y honradez. Mi padre se equivocó a pesar de su mejor intención. Nos fuimos cuando esto iba a comenzar a mejorar y aquello a venirse abajo, aquí con una situación sociopolítica que hizo que entonces medio mundo se llenara de españoles, muchos que siguen por ahí con una vida nueva y otros que regresamos con la bonanza. Posteriormente, primero la evolución y luego involución democrática y económica española, también como a mi padre, engañó a muchos inmigrantes que vinieron persiguiendo un futuro esperanzador, que ha resultado un fracaso obligándoles a volver a su lugar de origen. En el 57 Uruguay era un país modélico en el que se podía estudiar una carrera superior sin pagar nada de matrícula, con una educación laica y obligatoria en la que me facilitaron todos los libros durante la enseñanza secundaria. Un lugar donde las garantías democráticas eran tales, que el día de las elecciones no había ni Policía ni Ejército para que los votantes lo hicieran en un clima de libertad. Sin embargo, su Estado del bienestar les hizo bajar la guardia y, como aquí, la corrupción política les arrastró a una ruina económica que luego, con el salvapatrias militar de turno, terminó de hundirles. Después de tocar fondo y llevarse por delante tres generaciones, los uruguayos vuelven a resurgir, como los brasileños, los chilenos y otros que han pasado por lo mismo, seguramente con el firme propósito de no volver a equivocarse. Hoy me dice mi hija que quiere ir a trabajar a Brasil, empujada por la misma desesperanza revivida en España por el fraude de nuestros gobiernos. Se ve que a nuestra democracia le ha llegado ya su fecha de caducidad. Volvemos a empezar.