Creo que el historiador José María Jimeno Jurío prestó a la cultura de Navarra servicios suficientes como para que una calle de Pamplona guarde su nombre, y que esa calle esté en el barrio de la Rochapea, si es la voluntad de sus vecinos, que apoyo. Pero hay un detalle, sin duda menor, en esta historia, que me gustaría aclarar por mor de la verdad histórica. Jimeno Jurío no fue el primer bibliotecario que tuvo la Rochapea. La primera biblioteca pública en este barrio pamplonés se creó a principios de los años sesenta del pasado siglo, cuando Jimeno Jurío aún estaba dedicado a menesteres sacerdotales, por una iniciativa de un puñado de vecinos que impulsó y dirigió desde la parroquia de El Salvador el cura coadjutor Ángel Hermoso de Mendoza, en la época en que era párroco de esta iglesia Marcelo Celayeta, sobrino del fundador de la parroquia, del mismo nombre, y tío del más tarde celebérrimo cura y escritor Patxi Larráinzar. La biblioteca se creó en el contexto de otras iniciativas sociales, la más importante de las cuales fue la cooperativa de viviendas de El Salvador, que se levantan en el entorno del cruce de la avenida Marcelo Celayeta y la calle Bernardino Tirapu.
Aquella primera biblioteca se ubicó en la casa de La Carbonilla, la misma que acoge ahora el centro juvenil y cívico del barrio, y tuvo un fondo quizás de unos dos mil volúmenes (mi memoria infantil quizás agrande las dimensiones) suministrados a préstamo por un organismo gubernamental que se llamaba Servicio Nacional de Lectura. Lo sé bien porque en esa biblioteca inicié mi educación como lector con Julio Verne, Emilio Salgari, los tremebundos cuentos de Edgar Allan Poe, y también con libros de historia y arte que hablaban de los vikingos y de los indios de las praderas, y, ay, de mitología griega y romana. Aquella biblioteca era frecuentada por un pequeño grupo de vecinos, la mayoría ferroviarios, que además formaban una tertulia, a menudo a media voz y con sobreentendidos muy intrigantes para un chaval, y el bibliotecario fue mi padre, Manuel Bear García, un oficinista cuya acreditación para el puesto no era más que una modesta vocación de servicio vecinal (sin dietas ni gajes) que le llevó a pasar muchas horas con un frío del carajo en invierno, ordenando fichas y atendiendo a los menguantes usuarios del centro, hasta que la realidad obligó a cerrarlo.