Enhorabuena, Joseba. Perdona la familiaridad, tengo un carro de años y me lo permito. ¿O debo decirle de usted? Podrás adivinar que pertenezco a la generación del usted.

He disfrutado muchísimo con tu libro, evocando el Pamplona en blanco y negro. Como si fuera ayer mismo, han acudido imágenes grabadas en la memoria, pese al tiempo transcurrido.

Con razón dices que una capital de curas, militares y monjas. He recordado un suceso de aquel entonces, difícil de olvidar, justo en la esquina del bar Sol, donde empieza la avenida Galicia.

Corría el año 67. Había salido de mi domicilio, cercano a la calle Abejeras, de uniforme. No porque me gustara, por obligación. Cuando llego a la mencionada esquina, un toque de trompeta hace que me pare en seco.

Seis de la tarde de un día otoñal tirando a frío. Cuartel de la Guardia Civil en el nº 2 de la citada avenida. Guardias formados en la acera presentan armas a la bandera izada en el mástil. Mientras es arriada pausadamente (quizá adrede), el cornetín arranca floridas notas de su brillante instrumento. Observo cómo más de un paisano parado pega las manos a los costados. El que suscribe, mientras dura la ceremonia, firme, tieso como un poste y saludando. El uniforme, aunque sea de tropas de Montaña, me obliga a hacerlo. Así estaba establecido. Pero la actitud de algunos paisanos me choca.

Termina el ceremonioso ritual, cuando alguien a mi derecha que no me he percatado de su presencia me roza el codo. Una voz con fuerte acento gallego dispara mi adrenalina.

-Muy bien, sargento-. Me vuelvo enfrentándome cara a cara con el personaje. Algo más bajo que yo, pero con más años. Soberbio bigotazo negro, tocado con tricornio. Tres estrellas doradas de ocho puntas en cada hombrera. El corazón me da un vuelco. El coronel, y lo tenía allí mismo, junto a mí. Mi mano sube raudo a la visera de la gorra saludando con un taconazo.

-Descanse joven.

-Siento decírselo, señor. Mis galones, aunque descoloridos, son de cabo.

-¡Bueno...! Persevere, joven. Persevere. Yo entré en la benemérita de guardia raso.

Aunque a bote pronto me pareciera persona cordial, dada la situación de la época, si no hubiera actuado como lo hice, me mete un puro de los grandes. Me dio una palmada en el hombro y se fue. Terminé la mili, obligatoria en aquellas fechas, dedicándome a lo que me gustaba: dibujar.

He sido delineante desde los dieciocho. Y todavía sigo dibujando. Conservo mi mesa, incluido el paralex. Hoy en día una auténtica joya arqueológica. Y hasta hago caricaturas de mí mismo. El buen humor que no falte (creo que lo dijo Confuccio), además alarga la vida. Mi felicitación más cordial, Joseba.