Escuchó paciente y atento mi relato. Con sus dedos grandes tecleó mi historia pequeñita, pues pequeño es siempre aquello que concierne a enseres y materia, a cosas que faltan y a las que en exceso nos apegamos. Mientras ponía orden en la pantalla a mi denuncia, me dio tiempo a remontar el hayedo tras la casa, de alcanzar la cima de la sierra y divisar Alsasua. Me dio ocasión para pensar también en las montañas, a menudo igualmente soberbias y altaneras, que nos separan a los humanos.

Alsasua a escasos 20 kilómetros en línea recta, pero al marchar le hubiera dado a gusto un sincero abrazo después del tiempo y la amabilidad que me brindó. Le di sólo la mano, pero hubiera querido ser más efusivo. Tenemos que acercarnos los humanos. Estamos cargados de mutuas incomprensibles, de pasados que nos hipotecan.

Nunca sobran los abrazos. Toca ya allanar nuestras montañas humanas, reunir todos los dolores en unos corazones cada vez más esponjados. Libertad para los chavales de Altsasu que hace tiempo que debieran estar en la calle, anudando ahora el pañuelo rojo al cuello, corriendo sin resbalar con la vida o tras el astado...

Pero nuestros brazos también podrían ser más acogedores hacia estos hombres que tan generosamente nos ayudan en medio de nuestros apuros. Vayamos al punto de en medio, a reencontrarnos en nuestra humanidad más allá de clichés, colores y vestimenta?

Más humus y fertilidad en las geografías de afuera y adentro. Fue en la casa de la Guardia Civil de Eulate, en la soleada mañana del 9 de julio, justo después de que el cielo descargara todos sus mares sobre nuestra tierra reseca.