Sin duda, los dibujos y signos sobre la propia piel se han practicado desde tiempos muy antiguos, pero han sido las generaciones actuales las que han convertido esta atávica costumbre en una moda de gran aceptación social.

En tal sentido, aunque sin referirse explícitamente a ello, Ortega y Gasset escribió en El Espectador que “la primera acción artística del hombre fue adornar su propio cuerpo, como aquel indio que puso una preciosa pluma de ave sobre su cabeza para marcar la diferencia respecto a los demás y hacer visible que valía más que ellos”.

Lo cual indicaría de algún modo que, en ciertos aspectos esenciales, referentes a la condición humana, somos tan primarios como nuestros antepasados, puesto que, mediante un variado número de figuraciones gráficas, trazamos en la piel algo que consideramos valioso para nosotros mismos con el fin de produzca interés en los demás, les exponga nuestros gustos más representativos y, al mismo tiempo satisfaga nuestra autocomplaciencia.

Sin embargo, esas imágenes tan valoradas presumidamente al principio, pueden desvanecerse en nuestro ánimo y extinguirse con la misma rapidez empleada en su comienzo, pues la duración que va desde el frenesí inicial al desencanto final, se hace corta debido a la fatídica rutina que todo lo devora, y nos hace renunciar a algo de nosotros mismos cuando, al fin, borramos esas figuras o las reemplazamos por otras, toda vez que han perdido su sentido originario y no suscitan la curiosidad de nadie, ni siquiera la de su propio usuario.