Hermana menor de la máscara, la mascarilla es una protección de tela, fibra sintética o material diverso de fácil confección, asociada tradicionalmente al uso de cirujanos y dentistas, para filtrar la polución y evitar el contagio de una enfermedad infecciosa. A raíz de la propagación masiva de esta epidemia, tal pieza textil se ha transformado en la imagen más común que ofrecemos a los demás a través de esa siniestra alteración suspendida de orejas, nariz y boca; la cual nos sirve, también, para esquivarlos cuando deambulamos, delante de ellos, sin querer que nos reconozcan. Es cierto que carece de la misteriosa presencia de su hermana mayor en las tragedias de la Grecia clásica y del ceremonial satírico propio de las comedias en la antigua Roma o en obras de Shakespeare, Molière y Calderón de la Barca. Tampoco posee ese aire aristocrático y lujoso que el antifaz ostenta en las fiestas de los carnavales venecianos. Ella, en cambio, más vulgar y menos presuntuosa, no se deleita ni se exhibe como su hermana carnal, sino que actúa de "apuntadora" en el recién estrenado espectáculo del mundo de la nueva normalidad, donde asume la doble función de cubrir nuestro espacio íntimo y de ejercer un inquietante control social contra la pandemia acechante que ofrece resistencia sin querer desaparecer. Es más, nos protege, pero nos hace perder expresividad y nos impide conversar con fluidez; nos tapa el rostro, que es el más elocuente emisor de los sentimientos, hasta el punto de dudar si nos comunicamos por la cavidad bucal o nasal. La misma indecisión me aparece con el natural "apretón de manos" y el artificioso "saludo codal", pero eso es porque me acuerdo de que nuestros hermanos orangutanes, también se dan la mano para estar en son de paz.