Ciertamente, nunca había pensado que lavarse las manos se convirtiera en un hecho dificultoso, por muy fisiológico que fuese el procedimiento, sobre todo si se ejecuta a través de imágenes visuales que explico minuciosamente con palabras; en primer lugar, deslizar las palmas de las manos con los dedos alineados; luego, frotar, con la mano derecha, los dedos de la izquierda y repetir la operación con la otra; después, frotar, mano contra mano, la muñeca del brazo opuesto. Confieso que, hasta lograr practicarlo como acto reflejo, siempre había considerado tal menester una acción simple y libre de aprendizaje. Sea como sea, esta cuestión y mi connatural tendencia a guardar recuerdos agradables del pasado me hacen parar mientes en el aguamanil que había en la sala de nuestra casa nativa; un mueblecito, cuyo trípode de hierro sostenía un recipiente redondo de porcelana, a medio llenar de agua, con la que lavar manos y cara, a falta de un lavabo hidráulico que, en tiempos de posguerra, no se había instalado aún, en la mayor parte de casas del pueblo. Del mismo modo, quiero evocar, sin poder resistir la tentación, el hecho de haber sido monaguillo, y auxiliar al celebrante en el lavatorio de manos de la misa, cuando se acercaba al lado izquierdo del altar, donde yo esperaba de pie, y le esparcía el agua de una de las jarritas en los extremos de los dedos pulgar e índice para, después, ofrecerle un paño blanco almidonado con el que secarse, antes de regresar al centro del altar y musitar una oración mientras mi desbordante imaginación de infante se debatía en la duda de si el sacerdote, vestido con una prenda tan holgada, pudiera tener necesidad de limpiarse las manos; pues, por mi condición de niño pequeño, desconocía el sentido figurado de ciertas expresiones y gestos litúrgicos. En igual orden de ideas, espero que tales hábitos, y otros puestos en práctica gracias a la pandemia, se nos hagan más familiares y estables en nuestra vida cotidiana.