na de las decisiones más compleja de tomar conforme se acerca el último suspiro es si preferimos que nos entierren o que nos incineren. Y si somos consumidos en el horno del crematorio, tenemos que pensar dónde queremos que reposen nuestras cenizas. Las dos modalidades vienen de antiguo y las dos han tenido sus apoyos y sus detractores. Se sabe que en la Antigua Roma, los muertos eran enterrados en sus propias casas, que luego se prohibió para evitar epidemias. La cultura cristiana empezó enterrando en las propias iglesias o en su alrededor, hasta bien avanzado el siglo XVIII no se dictó la ley para crear cementerios a las afueras del pueblo o ciudad.

Se sabe también que la cremación se realizaba en el Neolítico como un acto de purificación y que fue considerada como una práctica bárbara y arcaica que el cristianismo reprobó. En tiempos modernos, primera mitad del siglo XIX el movimiento higienista inglés retomó la cremación (en tiempos de pandemia la incineración del cuerpo infectado es una solución higiénica); y no es hasta 1963 cuando el Papa Pablo VI levanta la prohibición de la cremación. Para el hinduismo la cremación libera el alma del cuerpo lo que le facilita su reencarnación. Bajo la influencia del humanismo ateo, al no creer ni en una resurrección ni en una reencarnación, con la muerte del cuerpo todo acaba, por lo que la incineración se torna como el último gesto. Las cenizas se disuelvan en la naturaleza y así se desaparece del todo, no hay lugar donde ir a velarlo ni sitio donde yacer doliente. Hoy en día en España supone el 45% frente al 55% que es el entierro tradicional.

Si nos fijamos en el significado de la palabra cementerio vemos que viene del griego "koimeterion" que significa dormitorio, por lo que cementerio para el mundo cristiano es el lugar donde dormitan los cuerpos hasta el día de la resurrección. En euskera cementerio es Hilherria "el pueblo de los muertos". Porque un cementerio es como un pueblo, con sus calles, sus cipreses (el ciprés es el símbolo que señala desde la distancia que allí hay un cementerio) y sus "casas" (lápidas, nichos y panteones). Un lugar donde en vida se va de visita para rememorar, honrar y recordar a los/as que nos dejaron. Y es además, aunque suene a tétrico, un lugar de encuentro. Se tiene por estos lares la costumbre de acudir cada 1 de noviembre (Todos los Santos) al cementerio a poner flores en las tumbas de nuestros fallecidos. Ese día hay un deambular constante de gente, gente de nuestro pueblo, de nuestro barrio, que asienta raíces y que sus muertos le recuerdan de donde vienen y quiénes son. Es un día especial, como lo puede ser una fiesta popular, te cruzas con alguien y te saludas, hablas y a veces recuerdas algo del yacente. Pasas de tumba en tumba leyendo nombres y dedicatoria y tomas conciencia de que la historia de tu pueblo está ahí, en esas gentes que lo dieron todo.

Pero claro, para acudir a un cementerio primero tiene que estar enterrada o dejadas sus cenizas en un columbario, alguien cercano que haya fallecido. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, con las incineraciones y el "echar las cenizas" en la propia naturaleza, empieza a no haber vestigios de nuestra generación. La memoria histórica tallada en piedra se está interrumpiendo y estamos haciendo que ya nada quedará de nosotros/as aquí. En estos tiempos de movilidad total, donde nuestra juventud vemos que poco a poco va desapareciendo de aquí para asentarse en lugares lejanos, la llamada de la tierra, la vuelta a sus orígenes siempre ha ido marcada por ese acudir donde está enterrada la familia ¿y si ya no hay nadie enterrado porque todos se disolvieron en el aire? ¿Estamos ante la última estrategia de la deslocalización absoluta?

Hay unos versos de la poeta Carmen Puerta que aunque estén sentidos en otro contexto, me llevan a esta reflexión, dicen así: "Se marchan los cipreses / ya no tiene lógica su existencia / los cementerios dejan pasados / como tarjetas de visita sin firma". ¿Desaparecerán a la larga los cementerios y con ellos los nombres que nos hicieron ser lo que somos?