na muchacha de la Cruz Roja abraza a un emigrante negro que sale de la muerte en el mar. Mis ojos se humedecen con los de ella, con los de él. Agradezco tu abrazo: lo estoy dando contigo.

Mi encuentro con ese drama había empezado un poco antes con la criatura de meses que el guardia civil salvó de la muerte. Y tantas imágenes de otros que, atravesando sus protecciones corporales, daban manos y más abrazos.

Eso me lleva a todos los jóvenes que buscan una vida mejor. Atrás quedan todos los que, necesitándolo, no tuvieron el empuje para ello. Un mensaje doloroso para una sociedad que ve cómo sus vástagos abandonan el mundo que podrían heredar.

Se marchan. Se van a través de concertinas y pateras. A estas alturas ya saben que se juegan lo más valioso que tienen: vidas por estrenar. Apuestan a la ruleta rusa.

Escucho sorprendido algunas reacciones muy diferentes ante ese abrazo: él estaría abusando, son gente en busca de aventura, o simplemente engañados por los políticos, etcétera.

Pensando así, nos ahorramos el dolor de la tragedia de cada una de esas vidas. De esas vidas potencialmente maravillosas que, como las nuestras, solo tienen una oportunidad.

Entiendo que para vivir las nuestras debemos adoptar al menos una distancia emocional suficiente para no renunciar a ellas y marchar voluntarios a salvar las suyas. Pero algunos se alejan demasiado: ni siquiera imaginan el sufrimiento. Lo puedo entender: vivir una vida mejor puede hacernos sentir culpables de ello.

Me sale decir que es necesaria una cierta confianza en la bondad. Días antes de esto, mientras me cortaban el pelo, alguien me decía: "todo el mundo es egoísta y va a lo suyo". Me hubiera quedado en silencio, como otras veces, ante una sentencia no compartida. Pero aquella mañana era diferente, acababa de salir de un trabajo con un grupo de profesionales que trabajan con MENA (menores emigrantes no acompañados). Trataba de ayudarles con el problema que tienen: empatizan tanto, les quieren tanto, que sufren y les es difícil tomar la distancia adecuada para educar. Aquella mañana pude responder sin sentirme un loco idealista: "no, no es así. De otra forma no estaríamos aquí".

Esos MENA que alguien ve como delincuentes peligrosos.

Sí, estamos en un tiempo de intensos sentimientos grupales colectivos. Debemos entenderlos en vez de manipular y ser manipulados políticamente con ellos. Y esto empieza por entender el fondo de nuestras emociones individuales frente a esos acontecimientos que, además de ser colectivos, son personales. Nos jugamos vidas en ello. ¿Por qué me posiciono así ante la vacunación, ante la existencia o no de un virus...? Tenemos un circo político montado con emigración, vacunas, pandemia, identidades, etcétera que nos puede distraer de nuestro trabajo personal. Debemos saber qué escenas emocionales personales nos evocan las colectivas. De no ser así, nos manipularán.

Anteayer encontré la mía. Tan cerca que casi no la veía, como siempre. Me había preguntado acerca del porqué del aumento de personas en la veintena en nuestras consultas de psicología y psiquiatría. La respuesta me la dio una joven de mi familia cuyo futuro me importa: tras sufrir la crisis económica de 2007, reciben el mazazo de la crisis de la pandemia, ahora que tratan de buscar su mejor y única vida. Ahí estaba una raíz de mis lágrimas.

¿Que los que vienen les van a quitar el puesto de trabajo a los míos? De momento ese miedo, que debo tener bien consciente para que no me lo manipulen, no me ha asaltado. Sé que estoy en un terreno movedizo entre la solidaridad y el cuidar lo que tenemos. Acepto el reto de sentirme incómodo al no encontrar una respuesta salomónica de las que se venden en algunos circos políticos. Es más terapéutico soportar la incómoda complejidad.

¿Lograremos entender y ayudar a entender la posturas extremas, violentas, intransigentes, deshumanizadoras del sufrimiento humano? Para ello tenemos que abordar la fuente individual de muchas emociones grupales y colectivas. Si lo logramos, habrá menos de eso.

El autor es psiquiatra