Decía un conocido juez inglés que el nivel de la democracia se medía por el de sus jueces. Por extensión, alguien podría valorar el de la sanidad en función del de sus sanitarios, y en el límite de lo imaginario, quizá, hasta valorar su nivel de vida según los conocimientos de sus economistas. Fue Keynes quien precisó más, pues ponía la valoración internacional de un país en función del prestigio de sus economistas al hacer frente a las situaciones de crisis económica. Afirmaba que en fases de auge todos son capaces de diseñar magnos objetivos: todo era válido, pero en la crisis del 29, en la que la ciudadanía vivía en la euforia a pesar de que las quiebras llevaban al suicidio a empresarios arruinados. Pero en depresión los expertos se vuelven pesimistas y son remisos, pierden mucha fuerza y tiempo analizando y dilatando tomar decisiones válidas. En sus clases en Cambridge introducía matices e ironías que popularizaron y dieron fama a sus lecciones magistrales seguidas incluso por alumnos de otras facultades. Su preferencia por los análisis de las fases depresivas del ciclo hacía referencia a la aparición súbita del profeta demagogo que diseña planes de reconversión exóticos que arrastraban a los políticos mediocres temerosos a los que los riesgos les paralizan y terminan en las filas de ese iluminado que se convertirá en el líder o führer y finalmente en el dictador, pero que terminará colgado de un poste o masticando la pastilla de arsénico. A pesar del espíritu crítico de algunos pocos economistas y humanistas como Keynes, Stiglitz o Chomsky, que pueden ser un referente que vincule su prestigio ético y como economistas con la democracia, poco pueden prestigiar a la democracia si se contrastan con rigurosos análisis sobre el retroceso de la distribución de la riqueza de Thomas Piketty o la descripción del caos del sistema económico mundial de Noami Klein, que asocia a la economía con la violencia y el terrorismo entre otros expertos críticos de prestigio de la ciencia económica.