La ciudadanía navarra está de enhorabuena con la presentación en sociedad de la mano de Irulegi, una pieza que ya se ha convertido en un icono de nuestra arqueología. Los excavadores de Aranzadi descubrieron lo que parecía un aplique de casco, hasta que la restauradora Carmen Usúa (con quien he compartido excavaciones en el pasado) obró su magia habitual. Además del indudable talento de los protagonistas, hemos tenido suerte.

Todo sería muy diferente si un arqueólogo aficionado, un pitero o detectorista hubiera aparecido por allí meses atrás. Armado con su detector de metales y sin más guía que su propia codicia, podría habernos privado de este magnífico tesoro. Imaginemos la escena. La máquina pita ante la presencia de un metal y el expoliador se apresura a arrancarlo de la tierra. Durante la extracción el objeto podría quebrarse con facilidad si no se adoptan las técnicas adecuadas. Más tarde, al tratar de limpiarlo, habría arañado o abrasado la superficie por su falta de conocimientos. De haber sobrevivido a este proceso, la mano de Irulegi hubiese terminado en el mercado negro, en un cajón o en la foto de alguna redada policial. Para entonces se habría perdido mucha información y solo tendríamos una pieza descontextualizada.

La arqueología y la restauración son profesiones que requieren de una formación específica y no pueden suplirse de ningún otro modo. Ni si quiera las buenas intenciones pueden compararse a las buenas prácticas. Gracias al trabajo del personal especializado podemos dar ese “salto en el conocimiento” al que se refería María Chivite y, todavía más importante, disfrutar de nuestra fabulosa herencia cultural. Sí, debemos sentirnos afortunados.

*Arqueólogo