Desde que hace más medio siglo un profesor de historia -que recuerdo- me desvelara los misterios de Egipto, siempre he sido un apasionado de esta civilización.

Hace unos días, en el colegio de mi nieta Emma, de cinco añitos, dedicaban una semana a este inmortal imperio de la antigüedad. Les pedían que llevaran fotos, mapas… cualquier cosa relacionada con esta esplendorosa cultura para aprender jugando. Le dejé un par de libros de gran formato y bellas estampas y unos jeroglíficos. Mientras le narraba someramente pequeños detalles de su historia, le nombré algunas faraonas y reinas poderosas -Sobeknefrure, Hatshepsut, Cleopatra-, me miró boquiabierta y me dijo: “Abu, ¿eran mujeres? ¿de verdad?”. Me afligió. “Sí, mi amor -le respondí-, las mujeres podéis llegar a ser lo que queráis”.

A pesar de que sus padres se ocupan de empoderarla como mujer, y lo hacen bien, la sociedad constriñe con prieto corsé a tan delicadas criaturas. Es solo un ejemplo del mundo real y de lo mucho que nos queda por recorrer.