Las personas corrientes (es decir, casi todas) que vivimos en sociedades avanzadas tendemos a exigir a los poderes públicos que resuelvan cada uno de los problemas, grandes o pequeños, que nos acucian. No es infrecuente que nos asalte la monomanía del heroísmo que nos invita a soñar con acometer alguna gran empresa en beneficio de la comunidad. La cosa no suele tardar en disolverse en el agua de borrajas de las buenas intenciones que alimentan nuestra buena conciencia.

Hace unos días sorprendí, en medio de mi perplejidad, a un ciudadano (vamos a llamarle así) recogiendo basura (envoltorios, botellas, papeles…) y depositándola en las papeleras que encontraba más a mano en el parque público por el que ambos paseábamos. Lo hacía con la mayor discreción, tratando de que sus acciones pasaran desapercibidas. Al sentirse observado se cortó y esbozó la tímida sonrisa del que se ve sorprendido. Al momento alabé su conducta por colaborativa, desinteresada y sobre todo por su afán de anonimato, “no tiene ningún mérito -respondió tratando de eludir protagonismo- si me obligaran no lo haría”.

Este pequeño gesto se me atoja que es algo verdaderamente relevante en estos tiempos en que las redes sociales airean vida y milagros de cualquiera, en los que todo se publica y lo que no se ve no existe.

Este pequeño gesto altruista, de un ciudadano que no censura a nadie con dicterios altisonantes y obra según su conciencia sin esperar reconocimiento, adquiere resonancias de verdadera gesta, dada la necesidad enfermiza de nuestra sociedad de ser reconocido públicamente para reconocerse personalmente.

Sólo puedo decir: gracias, gracias por el ejemplo.