Confieso que he leído las memorias de muchos políticos españoles porque lo considero un género muy dinámico y que, aparte de sus andanzas, es una tentación conocer su propio juicio sobre su actuación política. En general, el nivel literario es muy pobre y en algunos se descubre que han tenido un negro que les ha ordenado las ideas.

He aguantado los complejos de inferioridad y afán de venganza de Aznar, las mentiras de Felipe González, el fanatismo integrista de Jorge Fernández Díaz, el cinismo y bajeza moral de Barrionuevo, la buena redacción de Rajoy, me gustó la literatura del Joaquín Leguina, aunque no su afán desmedido de protagonismo y de superioridad, la caradura y del pelotillero y tramposo Pepe Bono y últimamente he tenido que soportar los extraños argumentos para justificar el nombramiento del agresivo general Rz. Galindo, el cínico magistrado Alberto Belloch. Además de algún otro que he logrado olvidar.

En general, muestran gran osadía al atreverse a manipular sus fechorías que son públicamente conocidas y respecto a su capacidad literaria sobresale su carencia de sinceridad a la hora de asumir muchos de sus errores y deseos de venganza larvadas. En casi todos se aprecia un nivel cultural orientado a aprobar oposiciones para altos funcionarios. En ninguno se ve la más mínima voluntad de servicio a la comunidad y los valores patrióticos que proclaman no dejan de ser un latiguillo. Muchos han hecho de sus memorias la defensa de sus fracasos para atribuirlos siempre a los demás, que muy frecuentemente son las contramemorias vengativas frente a sus jefes. No hay comparación con las de los políticos de países desarrollados, que muestran un alto nivel cultural y categoría moral. Los nuestros avergüenzan a sus compatriotas: algunos no saben idiomas, otras critican a los parteners extranjeros con argumentos que producen pudor cuando se leen. “A man´s face is his autobiografy”, Oscar Wilde.