“Uno a uno todos somos mortales. Juntos, somos eternos” (Apuleyo).
El tiempo transcurre inexorablemente, y está a punto de pasar un año más, y dentro de unos días comienza uno nuevo, al que casi siempre adjuntamos expectativas y esperanzas; pero sobre todo posponemos para el año que comenzará lo que debimos haber hecho y aún no hemos hecho en el presente.
Sin embargo, esto también depende de las estaciones de la vida que vivimos, porque a medida que pasan los años, el principio de la realidad se impone cada vez más ante nosotros: y así nos enfrentamos a las dificultades encontradas, a los proyectos que han caído en oídos sordos, a los sueños que se revelan ilusorios, hasta fracasos inevitables... Además, las energías y los entusiasmos de la juventud disminuyen y aparecen tentaciones, antes desconocidas, conectadas a un cinismo creciente.
Así, el paso del tiempo nos oprime, “ya no tenemos tiempo”, repetimos a menudo, también debido a la dictadura de los tiempos de la tecnología y de la información, y acabamos viviendo ya no en el tiempo sino en la aceleración del tiempo. Habitar el tiempo significa, en cambio, habitar lo que vivimos, redescubrir el sentido de la duración, darnos tiempo para mirar hacia atrás, hacia adelante y, por tanto, para considerar el presente con sabiduría, asumiendo la realidad: en una palabra, estamos llamados a hacer del tiempo el lugar, el espacio de vida. Y así, finalmente, el tiempo se manifiesta como sentido de la vida.
Se trata, pues, de luchar contra la alienación creada por el ídolo del tiempo que nos domina: no sólo en la forma de “no tener tiempo”, sino –como se dice superficialmente– en la creencia de que “el tiempo es oro”, generador simbólico de todos los valores y por tanto ya no es un medio sino un fin que determina las necesidades y la producción para satisfacerlas.
La sabiduría dice: “Aprende a contar tus días y tu corazón discernirá la sabiduría”. Sí, se nos pide contar los días, intentando responder a la primera pregunta del gran código de la Biblia: “¿Dónde estás?”. ¿Dónde estás en tu viaje de humanización, dónde estás en tu relación con los demás, dónde encajas en la sociedad humana?
Simplemente estar vivo es una bendición, es algo por lo que estar agradecido en el mundo, porque lo más importante en la vida es la vida misma. El final del presente año que tenemos ya tan cerca es, por tanto, el momento de decir: “Al pasado, gracias; ¡Al futuro, sí!”. Y el intercambio de buenos deseos no es un gesto formal y supersticioso, sino que nos lleva a asumir una responsabilidad precisa y cubrirla de compromisos concretos: ¿sabemos cómo dar por fin a la fraternidad su papel decisivo, para que la libertad y la igualdad puedan, gracias a tal fundamento, estar verdaderamente establecido en la sociedad? León Tolstói nos diría: “He comprendido que mi bienestar sólo es posible cuando reconozco mi unidad con todas las personas del mundo, sin excepción”.
El día 20 de diciembre es el Día Internacional de la Solidaridad Humana. Que renazca la solidaridad entre todos los que pertenecemos a una sola humanidad, una solidaridad entre generaciones y entre diferentes poblaciones. De esta manera podremos comprometernos a abordar los problemas que oprimen a la humanidad a nivel global: cambio climático, guerras, migraciones, violaciones de los derechos humanos... Se trata de esperar contra toda esperanza: pero solamente se puede esperar juntos, nunca solos, nunca sin el otro. Como sentencia aquel anónimo: “la solidaridad debería ser el idioma del mundo”.
*El autor es misionero claretiano