Me tropiezo con un amigo quien me informa de que su tío Antonio ha fallecido; mi mente se retrotrae hasta la infancia. Antonio era una de las personas más importantes del pueblo, la más entrañable: era el cartero. Una época en la que el teléfono en las casas era ciencia ficción y las conferencias desde las centralitas públicas dejaban los bolsillos, ya de por sí tiesos, tiritando. El cartero ejercía de cordón umbilical entre las familias; era el heraldo. La gente estaba pendiente de él, sabía con exactitud a qué hora llegaba, y si ese día había carta, la alegría se desbordaba. Padres e hijos, novios, hermanos, amigos, todos se esmeraban en el género epistolar con la certeza de que miles de Antonios, con la cartera al hombro y frente a cualquier adversidad, entregarían la misiva al destinatario como hizo el legendario correo del zar. En aquellos tiempos eran una figura romántica; hacían las veces de los sms, guasaps, correos electrónicos, etcétera, pero con calor humano, no eran asépticos. La gente les paraba por doquier, conocían al vecindario y aunque las señas -qué bella palabra que se ha perdido- estuvieran mal escritas, siempre entregaban la carta. La pregunta diaria por antonomasia era: ¿Ha venido el cartero?