Era un lunes de abril como otro cualquiera. La vida transcurría rápido, con prisa, como casi siempre. De pronto, sobre el mediodía, la luz se apagó, todo se volvió más lento. Tan lento que se paró y permaneció así durante varias horas. Horas que para muchos se hicieron eternas, pero que sirvieron para darnos cuenta de lo dependientes y vulnerables que somos.

Ese día hubo que comer en frío. No se pudo ver la televisión después de comer como de costumbre. Muchos comercios cerraron. Los hospitales pasaron a depender de generadores. Parecía que se había desatado un pequeño caos, nos sentimos indefensos. La desconexión de redes, la caída de internet, la sensación de no estar conectados, y el sentirnos por unas horas ajenos al mundo, fue lo peor llevado por muchos.

Como todo, este suceso sin precedentes también tuvo su lado bueno, y tanto que bueno. Fue una tarde de charla en familia, de juegos de mesa, de radio (el que tenía pilas), de niños jugando en los parques, de conversaciones entre vecinos.

Vivimos en una sociedad súper tecnificada. Nos servimos de máquinas y artilugios diversos que nos facilitan la vida enormemente, pero cuántas cosas importantes nos perdemos a causa de ellos.

Me parece que es un buen momento para la reflexión.