En las mañanas y tardes de playa siempre se hace un efecto espejo que en cualquier cafetería o restaurante uno puede encontrar: los rasgos. Encontramos en cada rostro un poquito de cada persona que hemos conocido a lo largo de nuestra vida.
Por cada nuevo rostro que descubrimos en nuestra vida cogemos un poquito de aquí y de allá en los primeros instantes de tímida interacción e incluso para los más valientes, logramos pronunciar las palabras que tantas veces hemos hecho en confianza “se parece un poco a”, “me recuerda a”, “tiene un algo que”. Es curioso cómo el cerebro rebusca en lo más profundo de sus recovecos para fabricar una ecuación torpe, casi infantil, hecha de piezas de barro mal pegadas. Y con el tiempo vamos moldeando esa cara en nuestros recuerdos en base a lo que inicialmente era: esas piezas de barro que recogíamos de nuestros recuerdos se van haciendo un hueco en estos de manera única y se quedan como un nuevo molde más, transformado por la experiencia, por la emoción, por el roce cotidiano.
Para una madre, ese juego de los parecidos debe de tener un sabor distinto, casi sagrado. Primero un hijo, luego una hija. O al revés. Y en ellos ve ecos, repeticiones, variaciones de los mismos rasgos familiares o incluso suyos propios. Ve pequeñas réplicas de cientos de esas piezas que le son conocidas. Los observa con una devoción silenciosa, como si cada gesto, cada milímetro de piel, le confirmara que existen, que existieron dentro de ella.
Debe de doler, sin embargo, ver cómo esos rostros cambian, cómo se van moldeando a la genética, cómo se deforman con la vida, con el entorno. Y aun así, las madres conservan una fe indestructible: que la esencia de lo que un día acunaron dentro de ellas permanezca intacta.
Imaginad ahora que una madre tiene que resignarse a perder ese rostro. A dejarlo ir. No importa cómo ni por qué. La muerte, la guerra, el silencio. Y con esa pérdida, se lleva también el molde. Porque a veces -dicen-, el dolor es tan feroz que borra incluso el recuerdo del rostro reconocido. No se puede volver a dibujar, ni siquiera cerrar los ojos y vislumbrarlo. Ese es el dolor más agudo que existe: perder el rostro, el molde, el eco.
Entonces, ¿por qué si sólo somos simples y pequeñas piezas de barro, seguimos permitiendo que en lugares como Gaza estas pérdidas ocurran cada día, sin que el mundo entero se detenga a mirar y a frenar esta aberrante época oscura que se avecina?