Los últimos titulares no dejan lugar a dudas: el cambio climático ya no es una amenaza futura, sino una realidad presente. Las alertas rojas por calor extremo se multiplican en Europa -desde Italia hasta los Balcanes-, mientras incendios como el de Lleida dejan muerte, devastación y miles de hectáreas calcinadas. Todo esto ocurre en medio de olas de calor que se repiten con una frecuencia que ya no sorprende, pero debería alarmar.
Según la ONU, mientras el hemisferio norte se abrasa, el sur sufre tormentas, inundaciones o frío extremo; en particular, Argentina y Chile. Este contraste revela una inestabilidad climática global que rompe los patrones históricos. Lo que antes era excepcional, hoy es habitual: la crisis climática se ha convertido en rutina.
Europa -y el resto del planeta- debe despertar del letargo político y actuar con coherencia. No bastan declaraciones ni pactos lejanos. Necesitamos una transición energética real, justicia climática para las generaciones futuras y una legislación que priorice la adaptación y la resiliencia de los territorios.
El calentamiento global no es una ideología: es una evidencia científica, humanitaria y económica. Negarlo o aplazarlo ya no es una opción.
La nueva normalidad no puede ser vivir entre alertas, evacuaciones y récords climáticos cada verano e invierno. Es hora de tomarnos el futuro en serio.
El bla, bla, bla está dejando consecuencias dramáticas en la vida de millones de personas.