En un mundo fascinado y anestesiado por la fetichización de la positividad, el optimismo forzado y la fe ciega en el progreso, la misantropía -entendida no como odio irracional al ser humano, sino como rechazo a en lo que nos han convertido- es una posición política crítica y un antídoto frente a tales ficciones y sedantes. No reniega de la humanidad en abstracto, sino de su forma históricamente determinada bajo el capitalismo salvaje, depredador y destructivo que, como en la metamorfosis de Kafka, va mutando al humano en un monstruo, en un ser despreciable, hipócrita y mezquino adaptado a la crueldad sistemática, la banalización del mal y la indiferencia ante el sufrimiento. ¿Qué mejor ejemplo que el genocidio palestino ejecutado por Israel y transmitido en vivo, mientras gobiernos, empresas y buena parte de las sociedades colaboran o callan?

La misantropía es una reacción al vaciamiento político de la existencia, a la conversión del ser humano en mero engranaje biopolítico. Así, Slavoj Žižek denuncia con agudeza cómo el discurso humanista es funcional para el poder, una fachada que oculta las dinámicas de explotación. La misantropía es una crítica radical que rompe con el chantaje emocional del humanismo liberal.

No se trata de odiar a las personas, sino de rechazar las formas de organización social que han convertido al humano en un esclavo de sí mismo al servicio del mercantilismo. Camus, en El hombre rebelde, señala que el rechazo al mundo tal como es puede ser un primer paso hacia la liberación. La misantropía, lejos de ser nihilismo, encarna una ética: no cree en lo dado porque aspira a lo posible. Es la posibilidad de desarticular el consenso y no resignarse a lo dado para repensar lo humano. No es oscuridad, sino lucidez: una forma de no pactar con el horror. Se trata de dejar de amar a la humanidad en abstracto para defendernos a los pueblos en concreto. No es en la esperanza cristiana ni en el humanitarismo, sino en el desencanto crítico, donde puede germinar otra humanidad.