Ojalá nunca hubiera sido necesario oír hablar de Asma, Baraa, Sewar, Jana o Malik. Ojalá sus infancias hubieran transcurrido por la senda de la normalidad, con sus juegos de niños, sus ilusiones infantiles, sus preguntas sin respuesta e incluso sus peleas y rabietas.
No ha sido así, y no como consecuencia de una buena causa, sino por el hecho de que sus incipientes vidas se han cruzado con la peor cara del ser humano. Ellos son solo una minúscula muestra de los miles de niños/as que malviven en el infierno en el que Israel ha convertido la Franja de Gaza. Ahí no hay piedad, ni misericordia, solo maldad e inhumanidad y ambas parecen ser infinitas. Tampoco hay un conflicto bélico, sino un proceso orquestado de exterminio de un pueblo con el cómplice silencio de gran parte del mundo.
Estos pequeños infantes y los miles que les acompañan se han convertido en pasto del hambre y de la desnutrición que ya campan a sus anchas, mientras la poliomielitis y otros tipos de infecciones complementan la labor de la hambruna, a falta de vacunas y medicamentos. Parece una película de terror o una insoportable pesadilla, sin embargo, es tan real como la vida de cualquier ser que hoy habita el planeta que nos acoge.
Resulta descorazonador y tremendamente decepcionante ser testigos de la barbarie que los humanos somos capaces de generar. Se dice que lo que nos diferencia de los demás animales es la razón, pero también es la emoción, que a veces se manifiesta a través de sentimientos como el odio, la envidia o la inquina hacia nuestros propios congéneres. La esperanza en nuestra especie se va diluyendo como la sal en el agua, solo una tenue luz reluce todavía en este interminable ocaso; la emiten aquellos que al pie del cañón trabajan sin descanso para proteger y salvar a los más vulnerables.