me acuerdo de que de pequeña mi padre, que no sabía nada de euskera, me llamaba chiquipoli (txiki polit, pequeña bonita) y me decía torri onea, guazen echera (etorri honera, goazen etxera, ven aquí, vamos a casa). Y también recuerdo las decenas de palabras misteriosas, que oía en vasco cada vez que iba a Esparza de Salazar, el pueblo de mi madre y, por extensión, de toda la familia. El korle, los etxekartes, el artxarki, el goñobi, las lekas, ardoa, ogia, lera? Era como entrar en contacto con otro mundo, con otro tiempo.

Por aquel entonces en la Caja de Ahorros Municipal de Pamplona, que dirigía Miguel Javier Urmeneta, nos regalaron un álbum de cromos con dibujos de utensilios del hogar de antaño y cosas así. Debajo de cada ilustración había un texto explicativo, en negro en castellano y en verde en euskera. Yo leía los párrafos verdes una y mil veces sin entender nada. Y así pasaron mis primeros años, con esa txirrinta de aprender euskera, hasta que empecé a estudiar periodismo en la Universidad y, al mismo tiempo, en el euskaltegi de AEK del barrio. Mi primer maestro fue Modesto Sansiñena, al que considero, con inmenso cariño, mi madre afectiva, ya que él me enseñó mis primeras palabras en la que ahora es mi lengua materna afectiva. Después vinieron otros muchos y muchas irakasles, cargados de ilusión, de ganas, de buen humor? Las últimas clases que recibí en pupitre fueron con Martintxo Manterola en Arturo Campion, el más veterano profesor de euskera en activo y uno de los mejores, sin ninguna duda. A partir de ahí todo ha sido ir aprendiendo aquí y allá. Escuchar, hablar y disfrutar, sin prisa, pero sin pausa.

Hoy en día es evidente que el euskera no es necesario. Se puede vivir perfectamente sin él. Se podría decir, incluso, que ponerse a aprenderlo de mayor tiene su punto de locura. Sin embargo estos "caprichos" que hacen que nos sintamos mejor, más coherentes con nuestros sentimientos, nuestros deseos e ideas, son los mejores, ¿o no?