Siempre que se cita al pueblo gitano en un foro público, diputados e intelectuales de variada ideología coinciden en criticar la exclusión y el racismo que padece. Como no hay víctima sin verdugo, supongo que esa denuncia va dirigida contra los payos, incluidos esos diputados e intelectuales que conocen el paño de primera mano. Sin duda viven pared con pared con cíngaros balcánicos, sus hijos comparten aula en el colegio público y sus padres habitación en el hospital comarcal.
Yo, como miembro involuntario de la payidad, no niego el discriminatorio proceder que nos adjudicamos, y con mis impuestos, por medio de cuantiosas ayudas sociales, intento evitarlo. Y no pienso, porque sería imbécil si lo hiciera, que al señalarlo y señalarnos se esté tachando a todos los payos de xenófobos. Y no creo que, por miedo a una generalización ofensiva contra el colectivo payo al que por azar pertenezco, haya que ocultar nuestros defectos. Por eso me gustaría que, al igual que mi comunidad se acusa y es acusada de graves delitos sin que nadie se sienta estigmatizado por ello, me gustaría, digo, que la comunidad gitana algún día se acusase y pudiera ser acusada de, por ejemplo, cierto ombliguismo y sectarismo. ¿O es que las características que definen su tan proclamada singularidad son todas buenas?
En una reciente sesión del Senado, la tribu política afirmó que nuestra actitud con los gitanos es aún “mejorable y perfectible”. Ni entonces ni nunca ha afirmado que quizás esa etnia también tenga mucho que mejorar y perfeccionar en su relación con el resto. Y ya me estoy metiendo en líos que no serían tales si escribiera así de los payos. Vaya con la especificidad.