A la vuelta
Ustedes han podido leer como yo que el año en curso, con una cifra de doce muertos, está siendo un año trágico en relación a la siniestralidad en los encierros. Desde luego que lo es.
Si la noticia impresiona, no lo hace menos la reconocible cotidianeidad de los momentos que pueden suponerse anteriores a cada una de las muertes. Uno, o una, -la semana pasada una navarra resultaba herida en el cuarto encierro de San Sebastián de los Reyes- dice a la cuadrilla con la que está de fiesta o a la pareja que se queda en la cama: “Hale, luego nos vemos”. Y no vuelve porque, pásmense, le ha cogido un toro en plena calle, donde estaba porque quería.
Deberíamos juzgar estos sucesos con la misma distancia con que calificamos otras costumbres bárbaras de otros lugares y desaplicarles la carga de naturalidad, legitimidad y necesidad con que los adornamos al considerarlos adscritos a esa categoría vaga y suministradora de coartadas que es “lo cultural”.
Enfrentarse a un toro es una enormidad, igual que hacerlo a un rinoceronte. Si se llevan las de ganar, es una matanza, si las de perder, una solemne temeridad. No hay condiciones de laboratorio que igualen fuerzas ni reglamento que lo convierta en deporte.
Sin la muerte entre las posibilidades, el encierro no tiene sentido. La muerte es el contraste, el patrón oro, el riesgo que sacraliza el acto de correr y lo sitúa a medio camino entre la vida y su negación. Los fallecidos constituyen la ofrenda necesaria para que todo siga y en mitad de la fiesta la muerte exprese el dominio que burlan quienes sobreviven.
¿Qué número de víctimas hace que un año no sea considerado trágico? ¿Cuántas serían necesarias para suspender definitivamente un encierro?