No sé si les pasa a ustedes –imagino que a unos cuantos sí– pero servidor, que desde chiquito es bastante inútil a la hora de entender bien los asuntos jurídicos y las historias así enmarañadas, lee las declaraciones de Cerdán, en las que básicamente niega todo o casi todo de lo que se comenta por ahí, y le cree. Y luego lee todo o casi todo de lo que se comenta por ahí y también le parece verosímil y por qué no.
Esto no solo me ha pasado con Cerdán, lógicamente, sino que me viene pasando históricamente con toda esta clase de asuntos, que en mi mente se forma una bola de información y de datos y de nombres y siglas que soy incapaz de seguir mínimamente y ya casi desde el principio, si no hay indicios muy claros o confesiones, suelo optar por no opinar mucho del asunto y esperar a que la justicia o los acontecimientos vayan aclarando más el espeso bosque que casi siempre suelen ser estos temas.
Sé que vivimos en una sociedad terriblemente dividida en la que para unos los otros son el demonio y capaces de todo y al contrario y que para esa gente lo importante es recibir informaciones que confirmen sus fobias o sus filias, pero supongo que todavía quedamos unos cuantos que preferimos no tener la urgencia de lapidar a nadie en plaza pública –sea quien sea, del espectro político que sea– y sí en cambio el deseo, quizá infantil pero pienso que justo e inalterable, de que a todos se nos aplique la presunción de inocencia hasta que no se demuestre lo contrario, seas Cerdán o quien seas.
Y si luego se demuestra lo contrario, pues por supuesto que cada palo aguante su vela, pero no al revés, que es lo que prácticamente sucede en el 100% de los casos: la condena está dictada a nivel popular de antemano, a los pocos minutos de airearse cualquier hecho. Y más si tiene a políticos de por medio. Ya digo, seguro que soy un ingenuo, pero es lo que me sale de una manera automática.