Sobre ruedas
Como llevamos un tiempo en que el tema ocupa nuestras conversaciones, me voy a la ordenanza municipal para conocer el marco jurídico en que nos movemos, existimos y somos y está claro clarinete: la circulación de bicicletas por las aceras está prohibida, con la excepción de aquellas aceras convenientemente acondicionadas y en este caso, queda restringida exclusivamente a las bandas señalizadas y previstas a tal fin. El articulado se contraviene trece veces por minuto día sí y día también.
Como a cualquier otra peatona, a mí han estado a punto de atropellarme varias veces. Muy frecuentemente en una concurrida esquina urbana que los centauros del paseo suelen enfilar ceñidos al muro, con cara de velódromo. Hace poco, cruzábamos un paso de cebra y al grito de “Perdón, perdón”, se nos echó encima una chica. Sí, perdón, perdón pero no te bajas, chavala. Pasa una cosa con las miradas entre ciclistas y viandantes: como se crucen a tres o cuatro metros, el choque, objetivamente más que evitable, deviene inexorable.
No quiero yo que esto termine siendo una profecía autocumplida, pero voy con miedo por la calle. No tanto de un atropello en toda regla, fíjense, porque digo yo que cursará con su detención del tráfico, su ciudadanía solícita, su llamada al 112 o su ‘no la muevan que soy médico’. A mí, con mi delicada espalda, un paso brusco a tres o cuatro metros, por evitar una bici me deja fuera de juego y machacada para una quincena, y la bici enfilará hacia el horizonte inconsciente y despreocupada como se alejan las mejores oportunidades y yo me doleré y me retorceré con las lumbares al rojo vivo, la ciática sublevada y la ley de mi parte. Triste pero tal cual.