Unos jóvenes patriotas y al parecer despiertos han tirado el último toro de Osborne que quedaba en Navarra. Justifican el sabotaje explicando muy seriamente a los españoles que les “da asco ver vuestros símbolos en los paisajes de Euskal Herria” y que por eso “ha caído uno de vuestros queridos toros”. Para romper con España, avisan, los jóvenes vascos nos vamos, algo en lo que por cierto coinciden con miles de jóvenes gallegos, madrileños, murcianos y ceutíes. Ni rota ni roja: vacía.

Lo peor, sin embargo, no es pensar que ese astifino herido en el frente de Tudela es un icono foráneo cuando, malditas las urnas, incluso ha sido declarado patrimonio cultural y artístico en la tierra de combate. Tampoco es lo peor decidir que por serlo, si lo fuera, merezca ser derribado y es que el mundo me ha hecho así. Tampoco lo es hablar sin pedir permiso en nombre de la juventud, osadía que recuerda mucho a Ramoncín cuando ya siendo Ramón se vestía de Ramontxu: “nosotros, los jóvenes”.

No, lo peor no es que unos chavales pletóricos de idealismo, siempre tan primo del fanatismo, se revolucionen una noche y difundan un comunicado delirante. Eso ha ocurrido desde que bajamos del árbol en todas partes y en todas las tribus ideológicas. Lo peor, lo asombroso, es que aquí semejante majadería intelectual y bárbara travesura aún es motivo de discusión política, debate parlamentario y discrepancia social entre adultos. De modo que si yo fuera el morlaco no resucitaría para volver con dos cojones a mi trono. Tampoco para repartir cornadas vengativas a izquierda y derecha. Lo haría para salir por patas de esta marciana capea y buscar prados sensatos.