El neocolonialismo del siglo XXI ejercido sobre un colectivo humano varado en una doctrina del siglo VII da como resultado carnicerías como las de la noche del viernes en París. Los conflictos coloniales de nuestro tiempo han dejado de ser guerras lejanas. Se libran también en el patio de nuestra casa, y el enemigo puede vivir en el portal de al lado. Gente que odia, no sólo la política exterior o interior de nuestros dirigentes, sino nuestra forma de vestir, de divertirnos, de relacionarnos. Vamos al peor de los escenarios, también para nosotros mismos. Dan miedo algunas de las propuestas que, a raíz de la matanza parisina, están haciendo estos días líderes políticos y de opinión de todo Occidente. Por lo pronto, más bombardeos y, seguramente, menos inmigración. Nuestros aviones -llevan bandera francesa. Son tan nuestros como los asesinados del viernes- matarán a algunos terroristas y a otros que no lo son. Además, por si acaso, dejaremos que muera de frío este invierno la masa de refugiados en los Balcanes. Quizás acabemos internando en polideportivos a los sospechosos de radicalismo islámico. ¿Algo hay que hacer, no? Tal vez volvamos a llevar soldados de a pie al desierto, para acabar con esta última cabeza de la hidra que amenaza nuestra seguridad y nuestro modo de vida. No nos temblará el pulso si para ello tenemos que volver a abrazar a canallas como Bashar al-Asad. Ya lo hemos hecho antes con otros del mismo pelo. Y si tenemos que hacer como que no sabemos que detrás del Estado Islámico están los servicios secretos de nuestros primos saudíes, lo seguiremos haciendo. Luego, a la hidra le crecerá otra cabeza, y volveremos a empezar. Lo peor es que, hoy por hoy, aunque Occidente hiciera por fin lo que debe, el resultado sería parecido. El colectivo en cuestión, sigue en su siglo VII.