Los aztecas y los incas reaccionaban horrorizados cuando los clérigos que acompañaban a los primeros conquistadores les aseguraban que lo que daban de comer en la comunión era el cuerpo de Cristo. Eso de zamparte a tu propio dios no les cabía en la cabeza. Fue precisamente ése uno de los artículos de fe puestos en cuestión por el protestantismo, siempre más racional. Desde nuestro descreído siglo XXI nos puede parecer una historia de locos, pero entre 1517 y 1715 millones de personas se mataron en Europa a cuenta de una querella doctrinal en la que sobresalía la cuestión de la presencia real de Cristo en la eucaristía. Desde entonces, el buen católico lleva impreso en su ADN la creencia de que la divinidad está realmente presente en ese barquillo que le dan a tragar en la última parte de la misa y considera como lo último de lo último cualquier acto en su menoscabo. Afortunadamente, gracias al devenir de la historia, la fe en el carácter sacro de la hostia consagrada se ha convertido hoy en algo inocuo para los que no estamos en eso. Ni nos favorece ni nos perjudica más que otras creencias, igualmente peregrinas, existentes a nuestro alrededor. Sigue siendo, no obstante, parte medular del sentimiento de mucha gente. Gente a la que se le revuelven las entrañas con actuaciones como las que Abel Azcona publicita estos días en una sala de Pamplona. Se entiende que en la actualidad haya que elevar mucho el tono de una crítica ?por otra parte legítima? para obtener un mínimo eco en los medios. No se entiende que para ello deba ofenderse lo más íntimo de un amplio colectivo, digno del mismo respeto que cualquiera que profese otro credo. Sectores que se revolverían indignados ante cualquier ataque, por ejemplo, al colectivo musulmán, aplauden estos días con las orejas. A mí, la verdad, no me hace ni puta gracia.
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