Para quien tiene un fusil, todo el mundo es blanco. Quien desayuna fuerte con el objetivo de encontrar alguien a quien minimizar, juzga cualquier característica suficiente, basta con estar ahí. La talla, el peso, el color, las aficiones, las orientaciones, las habilidades o la falta de ellas, las amistades, las opiniones y posesiones, el origen o solo ser. De cría, me resultó particularmente instructivo coincidir en el aula con una condiscípula con olfato de somelier y lengua de cerbatana, un ser escasamente empático digno de firmar una venenosa columna de estilo. En realidad, calificaba niveles de renta con un ojo clínico intuitivo y despiadado que para sí quisiera Hacienda.
Escuchamos que niñas y niños son crueles como si fuera una tara innata que debe ser limada y ese es un error de planteamiento. Niños y niñas nacen tan crueles como escayolistas o especialistas en redes. La crueldad supone un aprendizaje y la evaluación de sus beneficios. Informal, pero sistemático y continuo, lo imparte el mundo adulto con sus modelos, su exaltación de la competitividad y la individualidad, con tú a lo tuyo, descalificaciones y jerarquías, con qué merece la pena enseñar y qué no. Con nuestra complicidad o silencio ante tanto tipo de abusos (violencias, corrupciones), nuestro arrimo al poder o la evitación de su enojo, con nuestros ojos que hacen que no ven y eso que se quitan.
Educar agresores, víctimas o cómplices es cosa de adultos. Sobre el cimiento de la falta de empatía, que también es un aprendizaje, y el mandato social de distinguirse, prosperar, hacerse con un perfil, la crueldad puede ser contemplada como una herramienta útil para despejar el campo antes que como una tendencia destructiva o un síntoma de fallas sociales más hondas.