Como el largo y participativo proceso electoral americano me llega como a ustedes sin sentarme a la mesa, aunque acabaremos registrando sus ondas incluso en la otra orilla del estanque y comeremos y beberemos globalizados y sufridos, no me queda otra que leer algún titular y ver foticos mientras transito la interinidad y el desgobierno cercanos y comparo. De entrada, la trúmpea barbilla, que no se diferencia en el perfil y se funde con el cuello en un trazo resbaladizo, adquiere un ritmo curvilíneo perfectamente paralelo con la melenilla respingona de un rubio impertinente. En una visión lateral, se percibe que el pelo, a dos centímetros de la oreja, se vuelca en masa a la derecha, describe una onda que para devenir en boina que resta espacio a la frente y enfila hacia atrás con rotundidad de colada de lava. Frente a la imagen de desfile de Emidio Tucci que protagonizan Sánchez y Rivera con su aspecto a la vez formal y dinámico y esa impresión de que en cualquier momento van a desviar la atención de la cámara para recibir y encestar flexibles, impolutos y deportivos cualquier pelota, Trump, Donald Trump, es un bloque, un ariete unidireccional, un obelisco que aglutina temores, resistencias y descontentos de una forma tan espectacular que permite incluso invisibilizar lo evidente. Trump, Donald Trump, este señor partidario del ahogo simulado para hacer largar, no solo parece inmune a cualquier rastro de empatía con quienes no compartan sus posiciones sino también impermeable a las indicaciones menos atrevidas de cualquier gabinete de imagen. O la impermeabilidad está en el auditorio, que igual. Si su discurso ya es brutal, ¿qué tiene su minuciosa tarea de doma capilar de excesivo para que me dé más miedito aún?
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