Hace cinco años, Naoto Kan era primer ministro en Japón. Le tocó gestionar un terremoto, un tsunami y un desastre nuclear. La memoria es limitada y no recordaba el cómputo de las víctimas mortales, dieciocho mil, a las que hay que sumar personas desplazadas, enfermas, zonas contaminadas, residuos peligrosos de difícil tratamiento.

Como en todo suceso de estas terribles dimensiones, más con un detonante de orden natural, la acción u omisión de una sola persona no es capaz de explicar la magnitud de la devastación, pero esta hubiera sido menor si todas y cada una de las personas implicadas hubieran actuado correctamente antes y después. La multiplicidad de agentes es una de las exitosas y frecuentes coartadas que utilizamos para diluir nuestra responsabilidad en el magma de lo colectivo. La semana pasada, Naoto Kan declaraba que se siente responsable del desastre. Y a mí me conmueve. Y se lo reconozco. ¿Coloca sobre sus hombros una carga y la expone a la mirada pública? Sí, la que ya portaba al asumir un puesto de jefatura. Es una carga que todos desde la infancia llevamos aparejada por existir. Darle su espacio, hacerla compañera y cuidarla, lejos de forzar la chepa, aligera el paso, acostumbra a dar respuesta (de ahí la palabra) de lo nuestro, a dialogar, nos da una dimensión, la propia, la de nuestras obras, la justa, nos aleja de la ilusión de omnipotencia y perfección. Nos adiestra en lo cotidiano para alejarnos de dos polos igualmente negativos: la culpabilidad patológica y la impunidad. La responsabilidad cuadra bien con el reconocimiento de las propias acciones y sus efectos voluntarios o no, previstos o sorpresivos, su evaluación, su remedio si es posible y la reformulación de pautas de comportamiento más adecuadas. Bendita responsabilidad.