Me van a permitir que me ponga explícitamente autorreferencial. Ayer cumplí años. ¿Qué edad? Pues la mejor, miren por dónde. Además, como no hay para elegir, con agrado y agradecimiento, que comparten raíz. Albergo un vertiguillo vaporoso, casi un cosquilleo, las cifras tienen su peso, cómo no, pero ni tan mal.

Como siempre por estas fechas, tendré lilas. Este año van tarde pero llegarán. Antes, también como cada año, otros olores las están precediendo. Al doblar una esquina o si sopla el aire, los jacintos reparten primavera concentrada y es un aroma en el que se puede flotar a poco que se intente cerrando los ojos. Seguramente me conduce a la primera vez que los olí y no pude apartar la nariz. Las lilas, por su parte, están hechas para sumergir la cara en ellas y dejar pasar el rato. Pero también resultan insoportables y fétidas cuando languidecen. Son un canto al momento, a la brevedad. Carpe todo.

Sobrevolando el reino vegetal, estos meses se han instalado las polillas (¿Tineola bisselliella?), una plaga difícil de combatir. Combino tres productos para acabar con ellas: las tradicionales bolsitas con olor a viejo, un espray que huele a limpio y lo último, unas trampas con feromonas para polillas macho y, aún así, no hay manera. O en mi casa estos últimos no entran o padecen anosmia o he hecho un gasto inútil, no el primero en cualquier caso. Sin ir más lejos, la otra noche, una se acercó majestuosa y se posó en mi pierna con la desfachatada confianza de un gato gordo. A ratos, se me desata una pasión cinegética y voy a trapazo limpio, pero ya casi las espero y me alegro.

Unos cuantos tacos, lilas y polillas. Estoy contenta. Se lo quería contar.