Por diferentes causas, nos reproducimos. Es un hecho tan universal como la multiplicidad de enfoques, tradiciones y subjetividades que colorean la experiencia, nos crean la ilusión de originalidad personal y responden a la exigencia de que cada acción vaya acompañada del correspondiente copyright. Nos vinculamos a nuestros hijos porque se nos parecen, comparten el aire familiar, el humor o el color del pelo, aportan una variación más o menos audaz de lo conocido y en esas criaturas nos reconocemos como las criaturas que fuimos o proyectamos las que quisimos ser.
La maternidad y la paternidad tienen su punto narcisista. ¿Son nuestro logro, nuestro listón, nuestra marca ante el mundo? ¿Por eso madres y padres redactan pulcras tareas escolares, colorean láminas, insultan a árbitros y se dejan los cuartos en ortodoncias, franquicias y estancias idiomáticas? Son nuestras y nuestros y lo son de nuestro grupo. Pónganle nombre a este último, porque denuncia Unicef que España ocupa el puesto 36 de los 41 países más desiguales en renta de los pobres; de hecho, es el país de la UE con menos prestaciones para familias e infancia.
¿Dónde queda el sueño del bienestar, de la igualdad de oportunidades, de la democracia que es económica o no es frente a la durísima constatación de que la pobreza aumenta y se hereda?
Los bebés nos despiertan una intensa ternura, pero conforme crecen y desarrollan los rasgos de la pobreza, se vincule esta a clase, etnia, cultura, religión o desplazamiento, parecen aumentar las coartadas y teorías que fundamentan nuestra falta de empatía y respuesta por su pertenencia a un grupo minorizado. La pesadilla se muerde la cola. ¿Es este el escenario que preparamos para que nuestros hijos e hijas puedan dar lo mejor de sí? Igual la respuesta nos sonroja.